||Carlos Tablante
Exactamente al cumplirse 22 meses del cobarde y sangriento ataque de Hamás, con su saldo inicial de 1.139 muertos y 251 secuestrados israelíes, y con una respuesta desproporcionada que generó una secuela de 61.897 palestinos asesinados y 155.660 heridos – en su inmensa mayoría civiles ajenos a aquella acción y también víctimas de la dictadura yihadista, el primer ministro israelí ha anunciado un plan para la ocupación total de la ciudad de Gaza. En su primera fase contempla el desplazamiento forzoso de un millón de habitantes hacia la zona sur, con control militar absoluto.
Desde el 21 de noviembre de 2024, pesa sobre Benjamin Netanyahu una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y de lesa humanidad. No obstante, el descrédito político es aún más relevante: los anuncios de Francia, Alemania, Reino Unido y Canadá a favor del reconocimiento del Estado Palestino – siguiendo la decisión pionera del gobierno español – constituyen manifestaciones firmes en pro del rescate del espíritu de Oslo y de una solución basada en el reconocimiento mutuo. Es lo correcto, regresar a la política como un invento de la civilización después de siglos de guerras.
Es una trágica paradoja que, en medio de ese clima de armisticio, el gobierno de Catar manifestara su voluntad de trabajar por un alto al fuego inmediato y un plan de asistencia humanitaria, y que la respuesta israelí fuera un bombardeo de precisión contra una carpa donde reposaban periodistas de la cadena catarí Al Jazeera y del periódico Sahat. El más famoso de los asesinados fue Anas al-Sharif, corresponsal de Al Jazeera, acribillado el 10 de agosto de 2025. A día de hoy, el número de periodistas muertos en Gaza oscila según la fuente, pero se ubica entre los 250 y 300. En Gaza, difundir la verdad se paga con la vida. Es evidente que la mentalidad belicista de Netanyahu impide solucionar el conflicto.
Gaza no puede esperar: un alto al fuego inmediato y un plan de ayuda humanitaria supervisado de manera plural por organizaciones independientes son pasos urgentes e imprescindibles.
¿Puede ser el futuro de Gaza tan hermoso como lo pretendieron mostrar los “creativos” que difundieron aquel ofensivo video de Trump y Netanyahu, con un Disneylandia mediterráneo construido sobre la eliminación de todo un pueblo? ¡Sin duda que no! Para desmentir la aborrecible propuesta basta recordar que la franja estuvo bajo control absoluto de Israel durante 28 años (1967–1995), tiempo suficiente para haber implementado un proyecto de desarrollo genuino si ese hubiera sido el interés. En todo caso, a menos que se decida el exterminio de los 2,3 millones de habitantes, que ni quieren ni pueden irse, las posibilidades de un futuro luminoso sólo pasarán por incorporar a la decisión a quienes hoy nadie escucha, pero cargan sobre sus espaldas el peso del sufrimiento diario.
Es ese sufrimiento – de los que nada tienen que ver cuando una guerra se desata – sobre lo que tenemos que reflexionar seriamente los venezolanos.
Deberíamos mirar la experiencia de Gaza y Ucrania. Sin ir tan lejos, basta con recordar la invasión de EEUU a Panamá en 1989 para apresar a Noriega. En una semana, en un país de menos de 3 millones de habitantes, hubo casi 3 mil muertos.
A riesgo de parecer ingenuos, debemos insistir en que lo deseable es una salida lo menos traumática posible para la gran mayoría del país. Hay que continuar haciendo presión interna en lo político y social, lo cual, sumado al apoyo internacional, debería crear las condiciones para una nueva negociación, que a partir del reconocimiento de Edmundo González Urrutia como Presidente de la República, pueda dar inicio a una transición que restablezca la plena vigencia de la Constitución y el cese inmediato de la invasión cubana – consentida por Chávez y Maduro – contra Venezuela.
Sin duda, Maduro tiene la mayor responsabilidad de la grave crisis que sacude al país y debe asumir las consecuencias de sus actos frente a las gravísimas acusaciones que hay en su contra en las jurisdicciones penales de diferentes países y en la Corte Penal Internacional, por lo tanto, tiene que apartarse del poder que usurpa para facilitar una salida que permita la transición hacia la democracia.