Durante los últimos días y horas de vida, el cuerpo humano presenta una serie de síntomas previsibles que, aunque varían según la enfermedad subyacente, comparten patrones comunes.
Uno de los primeros signos es la somnolencia creciente. El paciente permanece más tiempo dormido y tiene dificultad para mantenerse despierto. Esta fatiga extrema responde a procesos metabólicos avanzados. Expertos aconsejan no forzar el despertar, y aprovechar con cariño los momentos de lucidez.
En las fases de vigilia, es frecuente observar agitación o inquietud. Estos episodios suelen acompañarse de desorientación y confusión mental. A veces, el paciente no reconoce a familiares ni al entorno. En casos extremos, puede haber alucinaciones reconfortantes, como ver a seres queridos fallecidos. La recomendación es no corregir esas percepciones, sino validarlas con calma.
También se presentan cambios en la conducta social. El paciente tiende a aislarse, pierde interés por estímulos habituales y reduce su interacción. En estos casos, es mejor acompañar en silencio, evitando estímulos invasivos.
La alimentación deja de ser prioritaria. La falta de hambre y sed es normal, ya que el cuerpo no busca energía externa. Ofrecer alimentos preferidos sin forzar es lo más recomendable. A su vez, pueden aparecer pérdidas de control de esfínteres, lo que requiere atención para preservar la dignidad y el confort.
En el plano físico, la temperatura corporal puede elevarse al inicio y luego descender de forma abrupta. Las extremidades se enfrían y pueden adquirir un tono azulado. Los sentidos se deterioran, sobre todo la vista y el oído, aunque este último suele mantenerse hasta el final.
Finalmente, la respiración cambia. Aparecen ruidos provocados por secreciones. Aunque se pueden aliviar con medicación o cambios posturales, no siempre desaparecen. Estos sonidos, conocidos como “el estertor de la muerte”, suelen indicar que el final está cerca.
Con información de Agencias