|| Ramón Guillermo Aveledo
Todas las mañanas son nuevas, oí al querido maestro. Nacido en tierra famosa por sus atardeceres de diseño insólito, del día prefiero la mañana. Cada minuto me rinde más, mientras voy despachando mis rutinas cotidianas pensando en lo por hacer.
En Caracas amanece fresco, el azul es telón del Ávila y la cordillera de la Costa, muy verde en esta época, jaspeados de algún árbol florido que todavía queda por allí y esa luz magnífica tan característica. En mi Barquisimeto, cuya fortaleza es crepuscular, la mañana de julio es encapotada, tarda el sol en levantar, entonces deja ver los cañaverales del valle y Macuto, están en mi memoria de niño y adolescente y siguen ahí como hologramas. Buena manera de iniciar la labor, como salen a fajarse los montañeses de Sanare, Morán y Jiménez en la colcha de retazos verdes y marrones de sus cerros sembrados.
En ruta a Maracay y Valencia te encuentra el día pasando Tejerías y se abren ante tus ojos los valles de Aragua es un colirio. También tiene su encanto mirarlos desde arriba cuando bajas de la Colonia Tovar por esa vía empinada.
En Mérida, la lluviecita matinal no impide la vista de la Sierra con sus picos, nevados incluso en estas fechas. Las cinco águilas blancas de Don Tulio y la paleta de azules. Cumaná amanece más temprano, el Golfo de Cariaco te llena los ojos, como es tentadora la mar en Pampatar desde la orilla, junto al castillo, a la puerta del Cristo del Buen Viaje o clara la luz de la bahía de Pozuelos ante Puerto La Cruz o Lechería. De mis mañanas orientales podría decir mucho más.
El sol enamorado se siente desde temprano en Maracaibo, la brisa optimista es cálida en su mañana de pastelitos y mandocas, aunque para Neruda, si escogiera el sol “nacería con el nombre de Carora” donde lo he visto resplandecer sobre el paisaje de la aridez, apenas interrumpido por un cardenal o un sanantonio, cuando amanezco rodando de ahí a Siquisique por caminos improbables, cruzando quebradas.
En el Llano, la pelota solar brota de la tierra y despierta la periquera, la bandada de corocoras, el mugir del ganado, en escenario con lindero en el horizonte. En Ciudad Bolívar el rugido del Orinoco te despierta, igual que uno agradece al cielo haber vivido la experiencia de ver La Llovizna desde la ventana.
La geografía venezolana nos lo recuerda siempre, cada mañana es una promesa. Más y mejor debemos hacer nosotros para que la jornada sea de provecho y el día sea tan nuevo como puede ser.