|| Ramón Guillermo Aveledo
Hay una moda de posiciones políticas duras, esas que unos llamamos extremas y otros radicales. La ola va y viene, de momento como que su marea es alta. El fenómeno brota en América Latina, pero en modo alguno nos es exclusivo. Lo vemos también en otros lados, donde el desempeño del sistema político no es tan deficitario, o al menos no lo parece desde aquí. Está en Estados Unidos en uno y otro partido, aunque más ruidoso y poderoso sea el trumpismo entre los Republicanos, del lado Demócrata lo expresan el senador Sanders y voceras más jóvenes en la Cámara. También se presenta en Europa y no solo en el Sur, vecino del Mediterráneo, también más al Norte. La “dureza” en boga puede ser de izquierda o de derecha e incluso como aquel 5 Estrellas italiano que a veces se lo escuchaba por la siniestra y otras por la diestra. Ocurre en ocasiones que no es lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Nunca mejor dicho. Una vez en el Congreso una diputada se me definió así: “Estoy en contra de todo lo que usted proponga”. Le agradecí la franqueza.
Los duros asumen las formas populistas en estos tiempos. Frecuentemente se alinean en la demagogia, ese antiquísimo invento que ya diseccionara Aristóteles hace veintitrés siglos, que se dice pronto, como la degradación y corrupción eventualmente terminal de la democracia. La demagogia, en La Política el clásico de clásicos del estagirita, es lisonja o adulancia a la mayoría. Pero, la verdad, no siempre es demagogo el duro, o la dura que también las ha habido. A veces sinceramente cree que está en lo correcto que la intransigencia ante el “mal” es virtud. El problema es que la infalibilidad, en cosas de la vida social y por ende económica y política, es superstición. Así, aunque su intención sea buena difícilmente lo serán sus resultados. En la historia sobran las evidencias.
Las posiciones duras son más sonoras y acaso hasta coloridas, mientras la moderación puede lucir desangelada o desabrida. Tienen la cualidad de entusiasmar más a sus seguidores que aplauden “no tener pepitas en la lengua” y “decir las cosas como son”, lo cual no necesariamente se traduce en mayor eficacia política y mucho menos, desde luego, en ventajas para la sociedad en su conjunto.
Su sex appeal es indiscutible, tanto como que ahuyentan a otros, atemorizan un buen grupo y así como refuerzan en su dureza a los duros del lado contrario, endurecen a opositores antes más abiertos. Sobre todo, envenenan la convivencia.