|| Ramón Guillermo Aveledo
En las esquinas de las avenidas y calles más transitadas hay o solía haber, como en cualquier parte del mundo, semáforos. Aparatos con luces roja, amarilla y verde, en casos con flechitas para indicar dirección, para ordenar el tráfico de vehículos y peatones, deteniéndolo, autorizándolo a seguir o alertando acerca del inminente cambio de luz.
Históricamente, nuestra obediencia al semáforo no era lo que se dice ejemplar, dependía mucho de la hora y la soledad de la vía, pero sí tenían su utilidad y uno podía contar con un mínimo respeto. Antes, digo, porque ahora, no sé para quién son los semáforos. Ignoro si en otras ciudades siguen el ejemplo que Caracas dio.
Para los conductores de vehículos que circulan detrás del mío, parece que no, pues tocan corneta intimándome a que avance aunque esté en rojo. Tampoco a los que vienen en otras direcciones, porque siguen a toda velocidad como si nada. A esta jerarquía meta semafórica es casi cualquiera que vaya en esas enormes camionetas 4×4 y vidrios oscuros. La casi totalidad de los motorizados no se da por aludida con el semáforo, tampoco con la flecha o aquella vieja práctica de respetar la derecha, como bólidos hacen zigzag, sobre todo si se trata de repartidores de los delivery que abundan tras la pandemia.
Para las autoridades creo que tampoco aplican, a juzgar por la poca atención que prestan a su mantenimiento. Están dañados frecuentemente no en todas las luces ni en todos los de una esquina, así que uno nunca sabe si de verdad puede avanzar o no. Ya ni siquiera un agente matraquero se embosca en las cercanías, prefiere otros métodos como pedir los papeles que alguno te faltará.
Por supuesto, enchufados o pesados están exentos. Van raudos, escoltados por motos que paran el tráfico mucho antes para que uno pare y ellos pasen, siempre. No detenerse en luz roja es cuestión estratégica de seguridad nacional o acaso modesta compensación por las molestias que se toman por la soberanía de la Patria y el bienestar de su pueblo. Excepción en nuestra deprimido PIB, la custodia de personas es rubro en franca expansión.
No creo que sea algo personal pero, si no son para los que vienen detrás ni los que cruzan, ni para motorizados, autoridades o pesados, me temo que son para gente como yo, privilegio selecto, minoritario, premio por nuestro ejemplar respeto a la legalidad. O acaso para el espeso gremio que en su hora Uslar bautizó. No recuerdo, pero creo que rima con conejo.